4 febrero, 2013

Los economistas nos dicen que una de las cosas que hacen falta para reactivar esta economía de crisis es aumentar el consumo, porque vivimos en un sistema de “societat de consúm”, como cantaba hace años un cantautor de la denominada canción protesta (¡qué tiempos aquellos en que se estilaba dar leña al consumo!). Pero éste no es un blog de economía, líbreme el cielo, sino de prevención y educación para la salud, y cuando acaba de empezar el año toca si acaso hablar de buenos propósitos, como adelgazar, hacer deporte, aprender inglés (o alemán, por si acaso…) o dejar de fumar. Aun así cabe hablar de un tipo especial de consumo entre los alumnos y que arranca a veces antes incluso de que lleguen a la adolescencia: el consumo conversacional. 

A medida que se va dejando de ser niño crece la necesidad de adentrarse en un mundo nuevo desconocido, alejado cada vez más de la realidad impuesta que han sido los padres, con sus límites, normas y supervisiones. Pero sucede que el adolescente no puede vivir psicológicamente sin un grupo, y los adolescentes en grupo se mueven sobre todo por decisiones emocionales orientadas hacia retos y desafíos de todo tipo, que van desde el olvido de los riesgos físicos a los que se exponen, hasta iniciarse en conductas más o menos antisociales. Sus gamberradas e insolencias, incluyendo los actos de violencia, pasan además a estar revestidos de forma atractiva y se minimizan sus consecuencias. Ahora bien, resulta que esta nueva dimensión excitante de la vida, tan alejada de las ñoñerías previas de la infancia, pasa a ser de hecho para el adolescente otra realidad impuesta, -una atmósfera de creencias, referencias y un mismo estilo de experiencias- a la que debe ceñirse y en la que debe participar para no ser marcado y desterrado por sus iguales. Ese totum revolutum rara vez se cuestiona en el seno del grupo y poco a poco entre todos van fabricando una membrana bastante impermeable a los consejos y advertencias de alerta de los adultos, ya sean padres o profesores. Parafraseando paródicamente el lema de una añeja y excelente campaña de prevención de drogas, es como si por ser adolescente lo que procede fuera este grito de acción: “prudencia, para qué, ¡vive la vida!”. 

En esta etapa la búsqueda de la autonomía emocional y de la independencia se intensifica. Hay que liberarse de los vínculos emocionales de la niñez y empezar a actuar por uno mismo, y el grupo le va a proporcionar a nuestro alumno adolescente gran parte del armamento que necesita para hacerlo, por ejemplo, a la hora de valorar con una nueva mirada las conductas que siempre le dijeron que eran de riesgo. Las drogas legales (alcohol, tabaco) y las ilegales son uno de esos puntos críticos que son revisados por un grupo deseoso de descubrir América por su cuenta. ¿Cómo se hace? Suele empezar mediante el que hemos dado en llamar consumo conversacional. ¿Por qué es tan importante? Porque si no es contrarrestado a tiempo y firmemente hará inevitable el deseo de mantener contacto con las sustancias. Más tarde se puede pasar a un uso indebido vinculado a la experiencia social de la diversión para tal vez acabar, en quienes no sepan frenar a tiempo, en el abuso como experiencia íntima disfuncional.

El consumo conversacional tiene lugar en el seno de la vida independiente del grupo de adolescentes. Comienza con un pre-contacto con las sustancias: se intercambian relatos de casos y de efectos en los que los consumidores no salen tan mal parados como se dice, todos aportan lo que han oído o lo que han visto en películas o series de televisión (“se lo pasaban pipa…, no paraban de estar riéndose…, montaron una que no veas…”), crece la curiosidad por saber si eso es cierto y la semilla del riesgo excitante entrevisto ya está inoculada. A eso se le suma que algunos o muchos han visto en directo situaciones de consumo en las que parece corroborarse lo que antes han comentado en los relatos compartidos, y añaden el relato de esas experiencias a la termita de las conversaciones, debilitando aún más los mensajes agoreros de que sea tan peligroso como dicen el consumir sustancias. De alguna manera es como si estuviesen ya saboreando un consumo imaginario alternativo que han ido creando con expresiones favorables y expectativas satisfactorias, completando el acabado con un revestimiento de invulnerabilidad (“a mí –y a nosotros…- no me va a pasar nada malo, sino todo lo contrario”).

El paso siguiente puede ser ya para algunos el contacto directo con las sustancias. Si el consumo conversacional ha sido intenso y el adolescente no ha recibido de forma organizada y sistemática una sólida preparación preventiva que le aporte un fuerte contraste, eficaz únicamente si le ha llegado adaptada a sus inquietudes y necesidades, las probabilidades de que trate de experimentar en propia carne -nunca mejor dicho- esos efectos que ha “consumido” virtualmente son enormes, casi inevitables cabría decir.

 En la prevención del consumo de sustancias tóxicas en el aula hay que ofrecer, ante todo, una información que sea significativa. Si en la infancia ha de predominar la dimensión emocional en dicha información (lo que es bueno o malo, lo que hace bien o hace daño a la salud, etc.), en la adolescencia es preciso dar cabida además a las dimensiones racional y de relación (i.e.: el consumo de sustancias crea después rechazo social y auto-marginación, empobrece las capacidades físicas y psíquicas, provoca un menor rendimiento intelectual académico, deportivo, etc.), y añadir la importancia que tiene crearse una identidad autónoma. En definitiva se trata de que el programa potencie a la postre, en un clima comunicativo sincero y abierto, la toma de decisiones de los alumnos, para que elijan entre el “quiero y no quiero”, de modo que debatan en su interior si son o no capaces de sobreponerse a la presión social y al consumo conversacional por el que presumiblemente han pasado. Hay que hacerles ver que a veces resulta duro tener que elegir entre lo fácil y lo correcto y saludable ya que eso les va a suponer una cierta quiebra traumática en los afectos en su círculo de amistad, pero que aun así vale la pena emanciparse de algunas dependencias del grupo si realmente quieren construir una identidad valiosa. La “eficacia colectiva” como convicción compartida (Albert Bandura) no tiene por qué incluir los lugares comunes y peligrosos que abundan en el consumo conversacional acerca de las sustancias tóxicas, ya que la eficacia compartida del grupo de alumnos debe ir precisamente a contracorriente en este asunto tan crítico (José Antonio Marina, www.ceide-fsm.es), y eso es más factible al plantear el programa precisamente para alumnos en grupo.

Un programa interesante para el aula es “Pasa la vida. Las dos caras del consumo”, sobre la percepción del consumo de drogas por los jóvenes y sus supuestos efectos positivos.  La FAD tiene además una amplia gama de programas para acercarse a este objetivo de prevención en el medio escolar. Uno de ellos es “Prevenir para vivir”, que os comparto para acceder a su página en la red. 

Sí, es cierto que cada alumno es quien tendrá la opción final definitiva de decidir si acepta o rechaza las ofertas de consumo, pero el docente no le habrá dejado solo en su toma de decisiones: le ha aportado importantes elementos de contraste y reflexión. Merece la pena el intento. Es un reto educativo de primer orden en esta sociedad de consumo fácil en la que lo que prima es “divertirse hasta morir” (Neil Postman, www.edicionestempestad.com).