28 abril, 2013

Con mi hija en brazos tarareando una canción popular infantil, mirando lucecillas, pantallas y escaparates “libres de impuestos” íbamos por Barajas, cuando de repente una potente voz reclamó nuestra atención.

 –       ¡Mª Ángeles!-, sonó de forma rotunda, con acento sevillano y con voz zalamera.

Obviamente me giré y me encontré a una pareja de guardias civiles, jóvenes, corpulento él y muy guapa ella. Estaban de ronda, con sus uniformes impolutos, atentos, cordiales…

–       ¿Se acuerda usted de mí?- inquirió esbozando una sonrisa y deseando mi confirmación. Y sin darme tiempo a reaccionar, continuó.

–       ¡De Sevilla, del instituto, de aquel grupo…!-, y se detuvo un momento esperando mi respuesta.

En ese momento, sinceramente, no podía acordarme de aquel joven, que me doblaba en altura, peso y sonrisa y cuya transformación física de adolescente quinceañero a hombre hecho y derecho se presentaba ante mí en un instante. Y pensé, futbolísticamente: 1-0.

 –       ¿Del Padre Manjón, verdad?- le pregunté.

Y ya, como quien entra en territorio conocido, la complicidad fue, aún si cabe, a más.

 –       Sí, del Padre Manjón, del Padre Manjón. Soy yo, el mismo, más grande, con unos kilos de más…- asintió socarronamente, mientras su compañera en lo profesional se reía ruidosamente.

–       ¡Cuánto tiempo, qué coincidencia!-, contesté.

–       Es que no se me olvida nunca una cara, profesora-, me contestó él muy seguro de sí mismo.

–       Ni un nombre…-, añadí, mientras intercambiábamos sonoras sonrisas.

–       Bueno, profesora, es que con usted… la paciencia y las ganas fueron tantas que uno no se puede olvidar. Éramos aquel grupo malo, “malote”, los primeros que hicimos eso de la “ESO” y claro, había pocas ganas… Que si nuestros hermanos mayores terminaron antes, que por qué te pasaban de EGB o del BUP a la ESO, aquello no lo entendíamos, éramos una mescolanza de gente más mayor, repetidores, gente de 16, 17, 18 años de edad… allí todo el pelotón. ¡Qué paciencia profesora!, ¡Qué paciencia profesora!-, repetía jocosamente. 

–       Sí, me acuerdo bien de vosotros. Además fui vuestra tutora. Mi primer destino, en el centro de Sevilla, en aquel instituto con tanta solera, un cuarto curso de la ESO, ¡zas!-.

–       Y en ese ambiente, en esa marabunta, que muchos no daban un duro por nosotros, ¿se acuerda profesora?- preguntó irónicamente.

Un alumno en tránsito entre leyes educativas y, por tanto, un curso especial con un grupo vamos a decir coral, polifónico y de lo más variopinto socialmente que uno se pueda imaginar… De esos grupos que todo docente hemos vivido algún curso y que, normalmente, todos intentamos evitar. Adolescentes de diferentes edades, mezclados, “forzados” a seguir una nueva etapa formativa. Alumnos que a priori se etiquetan como “carne de cañón”, futuros beneficiarios de subsidios… (¿?) Un equipo directivo que endosa el “grupo orquestal” al profesor tierno y recién llegado a su primer destino definitivo una tutoría de un estrenado cuarto curso de la ESO. Además, de aquello, profesorado de “pata negra” reticente a los cambios, en un instituto del centro de una capital, un edificio histórico de tiempos de la República, algo venido a menos, con aquellos grandes ventanales… En términos de edad, los alumnos podían ser mis hermanos pequeños, mientras el profesorado, también en términos de edad, podía ser mi padre o mi madre. En resumen, y si queréis verlo así, un cúmulo de despropósitos. Creo que cursos académicos así moldean el espíritu docente o perfilan de forma definitiva la vocación que se nos supone.

Ahora, con la perspectiva de estos 15 años de docencia, y frente a nuevos cambios legislativos en el horizonte próximo, uno piensa, ¡qué hartazgo de sonsonetes apocalípticos frente a muchachos cada vez más imberbes e indefensos! Y, claro, si ahora, tan solo 15 años después, nos enfrentamos a una nueva ley, creo, sinceramente, que los resultados de la pasada normativa están todavía por ver y “cociéndose” en la mayoría de los casos. Creo que todo el profesorado es bastante flexible y abierto a los cambios (va con el gremio), pero cuidado si se anima, por ley, a alumnos “vagos”, “problemáticos” (añadid los adjetivos que creáis convenientes), a “apartarse” de los cauces formativos generales. Estos desvíos que pueden ser gozo y algarabía a los quince años de edad, se volverán en contra de toda la sociedad quince años temporales después. La educación, la igualdad de oportunidades y sus resultados, son una cuestión de medio y largo plazo. Sin embargo, de inmediato pensé y le dije a mi espontáneo antiguo alumno.

–       El esfuerzo, la formación, la responsabilidad… está en manos de gente muy luchadora, preparada, como tú- le respondí orgullosa.

–       ¡Bueno, profesora, quizás la tozudez y cabezonería que usted nos inculcó!- me recordó.

–       ¡No exageres! Fuerza de voluntad has tenido mucha siempre, determinación, seguridad, convicciones y seguramente ganas de mejorar y lograr tus expectativas profesionales. ¡Qué orgullosa me siento! ¡Sigue igual de bien en todo lo que emprendas!- le animé toda orgullosa.

Sé que estas situaciones son habituales en nuestro gremio y que, afortunadamente, las vivimos cotidianamente. Pero cuando sucede en un marco diferente, lejano al inicial, el gusto es mucho mayor. Y, claro, que pase un año, dos años, una década o dos y te sigan llamando profesora (pasen los años que pasen), que te sigan tratando de usted (pasen los años que pasen), que se acuerden de ti (pasen los años que pasen)… compensa y recompensa. ¡Ah! Es lo que tiene esta profesión.

Nos despedimos con sonoros besos y creo que los dos muy contentos y emocionados. Un rato más tarde me acordé de su nombre, Manuel en la lista de clase, pero Manolo para todos. Un deseo: que la igualdad de oportunidades llegue a todos los Manolos (y Manuelas) de nuestro país, a todos.

¡Ah! Y por cierto… cuidado con amantes de lo ajeno, amigos de engaños y demás fechorías, que el cuerpo de la guardia civil cuenta con gente de una valía personal y profesional extraordinaria, como mi querido guardia civil.