21 diciembre, 2015

Ahí estamos, de pie, con un libro, una tiza o lo que corresponda en la mano, impartiendo conocimientos y esforzándonos en atraer la atención y la concentración de un grupo de alumnos. ¿Qué hacen ellos? Nos miran, observan cómo comenzamos a hablar, qué les contamos y cómo lo hacemos. Conocen al dedillo el deje de nuestra voz, nuestra entonación y los tics más recurrentes que empleamos y saben extraer de todo ello si la materia que se les viene encima será pasable, compleja, abstrusa, aburrida o interesante. Lo de interesante tiene aquí varias acepciones: interesante para poder aprobar, interesante para entretenerse o interesante porque se le puede sacar un “beneficio”.

 

Lo de los resultados útiles o provechosos hay que contemplarlo desde la doble perspectiva de los educadores, los que poseemos el manual de instrucciones, y la de los adolescentes. Pertrechados en su momento evolutivo de reinterpretación general de lo que ven y reciben, los alumnos a veces forcejean con los educadores interpelándonos acerca de cuál sea la rentabilidad práctica que tiene lo que tratamos de transmitirles. Lo académico lo entremezclan con lo personal, sus actitudes vitales se entretienen en hacer pasar por el filtro y las horcas caudinas de la rentabilidad a las destrezas intelectuales y personales que les queremos ofrecer bajo la bienintencionada consigna de que son las que les servirán para ser más inteligentes y acertar mejor en su vida. El cálculo que hacen es a corto plazo (“y qué gano yo con esto ahora…”) y también a largo plazo, pese a que su capacidad de anticipación del futuro sea limitada (“para qué me sirve esto a mí cuando salga del instituto, si lo que yo quiero hacer es…”). Estando así las cosas es evidente que la idea del beneficio asociado al producto educativo va a diferir bastante si lo plantean quienes lo ofrecen o si lo consideran los destinatarios.  

Saber “vender un producto”, el que sea, es una cuestión importante que requiere su técnica. Nunca como en este caso nuestro el cómo de la presentación y desarrollo posterior interrelaciona íntimamente con el qué, y más aún teniendo en cuenta que al contrario de lo que sucedía antaño, ahora hay tantas ocasiones de hacerse con informaciones y novedades que a la figura del profesor es como si se la estuviese desproveyendo de su prestigio de mediador casi omnisciente o de paso obligado para acercarse al conocimiento complejo. Desde cualquier terminal digital se puede acceder ahora en un momento a lo que uno quiera (“así que lo que me está contando esta mañana el profesor, puesto ahí de pie, se lo puede ahorrar porque yo me podría apañar solo… si quisiera”).

Ésa es la cuestión, que hay que tener ganas de ponerse a ello  y de conocer los procedimientos oportunos para acceder a esta formación independiente. Por otro lado es evidente que en la red, además de informaciones útiles y de múltiples plataformas de conocimiento, hay también mucha morralla de entretenimiento y fruslerías que atraen mucho más la atención que el investigar y contrastar conocimientos, (y a esa quincalla sí que se le saca, a corto plazo, un rápido “beneficio”…). Así que mira tú por dónde, resulta que hasta para ir más o menos por libre en esto de un aprendizaje que prescinda de la presencia importante del profesorado hace falta, paradójicamente, que haya alguien que actúe como guía y que proporcione pistas sabias sobre qué buscar, cómo encontrarlo y dónde no hay que perder el tiempo a lo bobo. Es decir, un mediador competente de nuevo.

Pero volviendo al centro de la cuestión, cabría decir que lo verdaderamente importante, aquello que constituye el meollo de lo que hacemos como educadores, es lograr que nuestro trabajo produzca resultados reales que les sean beneficiosos, mirando más allá de los cambios y adaptaciones metodológicas que cada momento parece exigir. Claro que nuestra manera de hacerlo interacciona con la materia que enseñamos, pero sin olvidar que el listón de la exigencia pedagógica no es que los alumnos se lo pasen pipa sin más, sino que incorporen ideas, destrezas, pautas y saberes que beneficien su crecimiento y les hagan estar más al tanto de la realidad  y de cómo han de manejarse de forma saludable en un contexto cada vez más complejo y exigente.   

La sabiduría a la hora de enseñar consiste en que sea cada vez mayor la conjunción entre lo que nosotros sabemos que les beneficia y lo que ellos aceptan que les puede enriquecer en cualquier orden. De ahí que cuando puestos de pie ante la clase hagamos la presentación y organicemos nuestras sesiones debamos esforzarnos en convertir lo árido en difícil pero no imposible, lo abstruso en comprensible, lo aparentemente prescindible en útil, lo tedioso en ameno y cautivador, lo oscuro en misterioso y lo aparentemente más alejado de su órbita de intereses en algo revelador de aspectos insólitos necesarios. En definitiva un adolescente se dará cuenta de que lo que le aportamos es de verdad beneficioso cuando compruebe que eso que les llega les remueve de alguna manera por dentro al aportarles inquietudes, curiosidad, seguridad y perspectiva de eficacia. Es decir, cuando consigue adentrarse en su mundo personal, toca lo que de verdad les afecta y les hace sentirse fortalecidos ante la realidad.