21 abril, 2018


Ese nombre dice muy bien que es el proceso mismo de nuestro vivir,

que es la serie misma de las cosas que nos pasan quien nos enseña lo que es nuestra vida.

(Ortega y Gasset)

En la adolescencia es cuando aparece por primera vez un primer e importante grado de conciencia sobre el enigma de la existencia humana y sus contradicciones. Nuestros alumnos se encuentran en ese momento crucial de la vida en el que se ven abocados a sustituir lo que hasta entonces les resultaba confuso, o más o menos misterioso, por una interpretación más diáfana que favorezca su afán de tener una nueva comprensión de la realidad. La experiencia de lo que viven cada día comienza a presentarles una visión de ellos mismos muy distinta de lo que había sido hasta ese momento y notan cómo les cuesta salir de su estado de ociosidad para ser vitalmente más concretos. Empiezan, en definitiva, a ser conscientes de su propia individualidad y la relación entre ellos y el mundo se torna especialmente problemática.

Una de las mayores tentaciones del inicio de la adolescencia es el deseo de perduración narcisista, la ilusión de que a uno todo le tiene que venir dado, sin necesidad de tomar decisiones que limiten la pluralidad de sus posibilidades. Este estar centrado en sí mismos, sin querer darse ni definirse y sin que haya que embarcarse en las exigencias que hacen falta para encontrar una identidad personal, es la forma de continuar viviendo en una especie de ensimismamiento que considera que la vida tiene que seguir siendo una Arcadia perpetua. A los profesores que trabajamos con adolescentes se nos ofrece la oportunidad de aportarles, en buena medida, algunas de las propuestas que necesitan para ir desatascando ese estancamiento en el que se encuentran brindándoles pistas para animarles a que evolucionen mediante la acción, con lo que les estaremos ahorrando de paso algunos extravíos y errores inútiles. Es decir, que si además de aportarles los conocimientos que nos corresponden acertamos igualmente a hacer esta interesante labor de orientación y motivación, tan cardinal para su evolución, les estaremos dejando claro que somos no sólo unos profesores escuetamente académicos sino también unos adultos de referencia, unos formadores que pueden proclamarse educadores de verdad.

El filósofo Ortega y Gasset dice que “lo que se llama las edades del hombre –niñez, juventud, madurez, ancianidad-, más que diferencias en el estado de nuestro cuerpo, significan las etapas diversas en la experiencia de la vida”. (Goethe sin Weimar, 1949). El descubrimiento de la intimidad que tiene lugar en la adolescencia invita a sentir que el mundo interior lo es todo y tiende a imponerse la tendencia a recrearse en él como lo único importante. Ahora bien, el salto adelante que va a permitir a nuestro alumno adolescente avanzar en este trance de la determinación temporal, para ir abandonando su tendencia a auto-divinizarse, dependerá de que se abra paulatinamente a lo que debe ser el anhelo de perfección de su propia trayectoria vital. Porque sin ideales de logro y perfección los adolescentes languidecen y sus posibilidades de alumbrar una posición individual propia y llena de sentido se marchitan.

La tentación de retraerse hacia un mundo propio, alejado de la realidad en cuanto tal, concuerda con el estadio estético que es aquél en el que prima “el anhelo del goce inmediato, la sensación del instante, el primado de la espontaneidad y la ausencia de compromiso, pero también la melancolía, la duda, el desencanto y el aburrimiento” (Gomá Lanzón, J.). El adolescente que se interesa por todo pero no se compromete con nada vive en un estado de indeterminación en el que el tiempo pasa sin que esté ligado a algo que sea verdaderamente relevante. Por el contrario, elegir cometidos y meterse en ellos por entero es aceptar el compromiso de poner toda la voluntad que sea necesaria para conquistar metas deseables, y eso sólo es posible cuando uno abandona su cómodo retiro y llega a vivenciar lo que es de verdad el deber, la necesidad de salir de sí mismo y hacer así algo notable que repercuta en el entorno. Por eso cuando nuestros alumnos van comprendiendo que lo que les corresponde es llenar de forma útil alguna función determinada, comienzan a entrar en el estadio ético, el estadio de los compromisos en el que esas experiencias de la vida que acometen tienen una verdadera repercusión tanto en ellos como en su contexto social.

Los profesores debemos reivindicar la trascendencia de que reciban de nosotros propuestas de acción que les animen a implicarse en la persecución de objetivos sugestivos, que se lancen a protagonizar proyectos que demanden esfuerzo y compromiso. Consiste en presentarles invitaciones para que se impliquen en acciones que exijan de ellos esfuerzo, solidaridad, sacrificio, etc., en las que han de poner a prueba sus potencialidades, alentándoles así a que se atrevan a verse como protagonistas de algo útil. Con ello, además, van a poder verse reflejados en los resultados que ellos mismos han producido. Se trata, en resumidas cuentas, de estimularles para que experimenten la satisfacción de sentirse valiosos cada vez que se decidan a salir de su retraimiento narcisista, dando pasos hacia unas experiencias de vida que les van a ir definiendo y aproximando a la ansiada armonía consigo mismo y con el mundo.

Comprometerse en tareas con sentido es lo que da temple a la personalidad. El aula es un espacio privilegiado para suscitar controversias, discusiones y debates con los que despertar la curiosidad hacia ámbitos de interés que posean suficientes alicientes para los alumnos. Aprovechar las oportunidades que surjan con ocasión de nuestro trabajo de profesores es algo así como la famosa parábola del sembrador: no todo lo que les lancemos echará raíces, pero al menos estaremos abriendo las ventanas de las habitaciones en las que tienden a encerrarse, ensimismados, esos adolescentes todavía faltos de experiencias de vida que vayan más allá del inmediato horizonte de su intimidad.