8 julio, 2019

Hace una par de semanas un descuido propcio que una ventana de nuestra escuela quedará abierta, estamos en un entorno rural donde casi nunca ocurre nada, así que esa ventana fue el detonante de hechos insospechados.

La ventana da un pequeño jardín, es decir, está en la planta baja y es de muy fácil acceso … la tentación de penetrar por ella era grande; la tarde soleada y niños cerca fueron la combinación perfecta para que entre unos y otros terminasen entrando.

Una vez dentro y con toda la libertad que da el anonimato se dedicaron a recorrer las clases, revolver acá y allá, cuando la curosidad se termino tomaron por asalto materiales de plástica que les resultaron atractivos y continuaron la fiesta ya en el patio. La puerta principal quedo debidamente decorada, el suelo coloreado, etc., una tarde estupenda vamos, y todo ello ante la mirada atónita de algunos de los niños de nuestra escuela.

La gran diferencia estaba entre los que entraron y los que se quedaron fuera; los primeros, son antiguos alumnos, hasta junio del año pasado estaban con nosotros, mientras que los segundos, están a punto de terminar su etapa escolar en nuestro centro. Los primeros ya no sienten la escuela como suya porque van a otro colegio más grande y moderno; los segundos, aún se siente dueños y partícipes de lo que sucede en su escuela.

La decepción lógica de su entrada furtiva, el revuelo y el saber quienes fueron fueron tema de conversación entre grandes y pequeños la semana siguiente pero … ¿qué podíamos hacer? A mi como director de la escuela me quedaba el regusto amargo de que han sido nuestros niños los que han realizado esta acción impropia de su edad ¿podíamos ir más allá? ¿Avisamos a sus familias?

La respuesta nos llego la semana pasada, por azares del destino, un encuentro furtito con uno de los responsables de tan singular aventura produjo un efecto sorprendente, tras unos momentos de vacilación llego … un lo siento, me quiero disculpar.

Mi primera reacción fue airada, no quería escuchar excusas, sin embargo, al ver su cara de sufrimiento decidi hablar con él con calma. Producto de aquella conversación me confeso que entre unos y otros se habían “retado hacerlo”. ¿Cómo no entrar y quedar como un gallina?

¿Tú crees que estaba bien o mal lo que hicistéis? Mal, claro. ¿Por qué no lo pensaste mejor? No lo sé, en ese momento …

Al rato nos interrumpió su madre, al vernos hablar se extrañó y vino a preguntar que pasaba, podéis imaginar su reacción de enfado al saber lo que había sucedido. Lo siguiente fue una nueva disculpa, la restitución del parte del material por parte de este niño, pero lo que me resulta más significativo de esta anedocta que comparto con vosotros es que ya han venido otros dos niños participantes a disculparse.

Reconforta que con el paso de los días, en parte obligados, han rectificado. Reconforta sobre todo sus lágrimas, que esas sí que son sinceras y no impuestas por sus padres, cuando se han dado cuenta que se dejaron llevar a una situación que solo les perjudica a ellos … “me llamaron huevón”, “me asuste porque me iban a pegar sino lo hacía” comentarios de este estilo han salido en las diferentes conversaciones que he tenido con ellos. Todos ellos tienen claro el límite entre lo correcto y lo incorrecto pero se dejaron avasallar por la presión de los otros; de otros más mayores que les “empujaron” hacer algo que ellos sabían que no era correcto.

Nos queda la moraleja de esta historia, quizás no lo hicimos tan mal cuando estuvieron con nosotros; quizás, hemos dejado una semilla que convenientemente alimentada haga de ellos personas cabales y responsables; quizás, afrontar esta situación desde el diálogo nos lleve a que la próxima vez que se enfrenten a una situación similar, tomar una decisión sobre algo que implica un juicio moral, sean capaces de no dejarse llevar por la presión y mantengan su buen criterio, ese que nos han demostrado al disculparse por un error, simplemente un error, ¡ojala!

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